Nada más lejos que yo
Hay que aprender a entrar a los lugares, a los propios sobre todo. ¿Qué será de nuestro hogar una vez no estemos allí, luego de dejarlo ir? ¿ A quién dejaremos las llaves de un hogar que pareciera ya no pertenecemos? ¿Hay algo más distante que el propio espacio abandonado? Lo que se aleja somos nosotros, el yo somos nosotros, asistiendo, por primera vez, acaso, a la posibilidad de registrar , de sentir, el hogar tal cual lo dejamos. Una casa a medias abandonada, a medias habitada. Porque pareciera estar llena de esa especie de lengua que hablan los objetos una vez los dejamos en libertad. Daiana nos permite poner foco en un lugar: no sólo un objeto, no una imagen, sino la totalidad. ¿Dónde arranca y dónde termina una casa? Responder esto parece simple hasta que los espejos dejan de reflejar y las distancias del sofá al recuerdo se vuelven insalvables, inasibles. O hasta que las puertas, esas que siempre nos permitieron entrar y salir, sólo pueden verse, contemplarse. Estar en un hogar es habitarlo, es ir dejando huella en las cosas que inevitablemente nos esperan y escuchan. ¿Qué habrá una vez nos vayamos de aquí? ¿A quién dejaremos nuestros álbums familiares cuando la huida sea inevitable? ¿Por qué dejamos los lugares? Supongamos que se fue porque afuera era necesario, porque ahí ya no era posible, porque quería, porque ya no quería. Todo da igual para el espejo que refleja más el paso del tiempo que el objeto al cual enfrenta. La nostalgia no cabe en una foto, nos dicen ¿y en una pintura? ¿No es acaso la pintura una nostalgia que se rebela ante su imagen? En este lugar no hay trampas, se verá acaso todo lo visible, se sentirá acaso todo lo sensible. Hay que aprender a mirar los lugares, sus recovecos, sus pequeños guiños. La comodidad es un estado. Las paredes hablan con sus sombras y sus luces tímidas. Hay que aprender también a irse de los lugares, a ya no estar, a alejarse. De suerte que cuando ya no estemos, la casa, sus habitantes más humildes, más sinceros y callados, por fin hablen. ¿Sabremos entrar a nuestra propia ausencia? ¿Sabremos mirar cara a cara a nuestra lejanía más lejana? ¿Sabremos, al fin, dejar en nuestras huellas algo más que el residuo de lo que amamos? La lejanía es aparecer justo en el momento donde alguien ya no está. Por ello los objetos aparecen en una conversación con aquello que retuvieron: un recuerdo, un gesto, una mirada. ¿Qué retiene el cuerpo cuando alguien nos deja? ¿A qué silencio le dejamos lugar cuando ya no están los huéspedes? Nada más lejano que mirar una casa vacía de yo, llena de otros, llena de lo que olvidamos, lo que no supimos retener, lo que supimos dejar. Bastaría con un gesto de renuncia, un gesto humilde de acercamiento: no volver, sino por fin dejar de irse.
Agustín Busna